lunes, 1 de julio de 2013

Un corazon que salvar



Capítulo 2

            El ruido de la puerta de la oficina al abrirse la hizo volver al presente, tensa se dio la vuelta lentamente con los puños apretados a cada lado y temblando ligeramente. Allí estaba él. Sujetaba el pomo de la puerta, mientras la observaba claramente sorprendido, una expresión que fue sustituida rápidamente por otra completamente fría e indiferente. Sus increíbles ojos azules grisáceos, se habían endurecido al recuperarse de la sorpresa de verla, tornando el color de sus ojos al del acero que coronaba una mandíbula cuadrada y contundente. Llevaba el cabello negro a la altura de la nuca y un mechón le cruzaba la amplia frente, haciéndole ver más joven. Sus labios yacían apretados en una línea. Se le notaba tenso, aún a través del atuendo negro que usaba en el momento, se adivinaba un cuerpo musculoso y atlético. Aunque los años no habían pasado en vano, tenía pequeñas arruguitas a los extremos de los ojos y pronunciadas ojeras. Pero lejos de restarle encantó aumentaba su masculinidad. Al contrario de ella, él no había desmejorado en su apariencia, todo lo contrario estaba aún más atractivo que antes, su propio cuerpo despertó después de todos esos años solo con mirarlo de nuevo. Luego de un momento, cerró la puerta detrás de él y se dirigió a la silla de su escritorio con paso rápido y seguro. Al sentarse la miró y sin ningún saludo, la interpelo.

 —Muy bien Elizabeth, puedes comenzar diciéndome que quieres, así podremos finalizar con lo que sea que te trajo aquí. —Le dijo, mientras anotaba algo en una carpeta delante de él dejando claro con esa indiferencia que no era bienvenida. Algo dentro de en su pecho se encogió de dolor. Era mucho más doloroso estar frente a él de lo que pensaba. A pesar de que su alma entera se agitaba delante de él, de que su corazón superaba los latidos normales, se obligó a hablar.

            Elizabeth apretó el bolso que tenía sobre las piernas y se armó de valor para decirle lo más importante referente a su visita. No era fácil, pero esperaba hacerlo bien, no estaba segura de durar demasiado tiempo sin desmayarse. Tomo asiento en la silla al otro lado del escritorio y lo miro antes de hablar.

   Se trata de mi hija. Maribel tiene ocho años, tres días atrás pasé a recogerla a la escuela, sin embargo nunca apareció, su  profesora me dijo que un hombre mayor, fue a recogerla una hora antes, se presentó como el abuelo de mi hija y al ser familiar directo de la niña, no tuvo reparos y le entregó mi hija.
   ¿Estás segura de que se trata de tu padre?.
   Creo que sí. No estoy complemente segura pero mi padre me ha estado amenazando durante el último mes con quitármela sino regresaba a New York con él, por supuesto no acepté y había dejado de insistir, pensé que todo quedaba allí, no pensé que sería tan desarmado como para llevar a cabo su ultimátum. No sé qué pueda hacerle a la niña, Maribel es muy sensible y dulce, fácilmente impresionable, él no mirara atrás para tratarla con la rudeza que lo caracteriza y ella no podrá entender eso, nunca ha estado lejos de mí, y yo tampoco puedo soportar estar lejos de ella…— su voz se quebró en medio de un sollozo, se sujetó el rostro entre las manos para evitar la vergüenza de llorar frente a él.  Seco como pudo las húmedas mejillas mientras Mark la miraba fijamente, la suya era una mirada insondable y muy intensa.

Su puño  bajo la mesa estaba rígido mientras la observaba. Se veía tan frágil, tan afectada, tan… hermosa. Más que antes. Los años la habían madurado, tenía un halo de mujer que antes era de inocencia y pureza. Sin embargo también estaba distinta,  su cascada de cabellos caoba estaban sujetos en un rígido moño en la nuca, su rostro lucía cansado y se notaban las ojeras por su falta de sueño, lo cual en sus circunstancias era comprensible. No pudo evitar, sentir lastima por ella. Sentir que todo en él quería consolarla, pero no podía hacerlo, ¿verdad?. Aun cuando la deseaba, que anhelaba tocar esas mejillas una vez más, la mancha de su abandono era imposible de borrar. Muy adentro, Mark tampoco quería hacerlo. La chica que recordaba entre un frondoso jardín de orquídeas no era esta mujer delante de él, el tonto de hace ocho años tampoco existía. Ambos habían cambiado, y su herida ya no era más que una arruga larga y fea en su coraza de hombre.

—Elizabeth, solo me puedo imaginar por lo que estás pasando, la angustia de no tener a tu hija y todo lo que eso conlleva, pero no entiendo por qué crees que pueda ayudarte. Para empezar, él es su abuelo así que no está en un inminente peligro dado que no es un loco ni nada parecido, lo segundo es que no está en mi jurisdicción policial, no me compete a mi ayudarte, sino las autoridades de la ciudad donde resides...

—Te equivocas Mark —lo fulminó con la mirada, debía adelantarse y decirle todo sin más, ya después se enfrentaría a sus acusaciones o lo que trajera consigo la noticia que se disponía a darle. Por Maribel debía ser fuerte. — En cuanto a lo primero, tal vez mi padre no sea un loco legalmente pero yo viví sus maltratos, sé quién se esconde detrás de los trajes de Versace; tu no. De lo segundo…— Tragó con fuerza y saco de su bolso de mano una fotografía de una niña de unos ocho años. Se mostraba sentada en la  pequeña roca de una playa, vestía un bañador rosa y unas sandalias del mismo color. Su abundante cabello negro y ondulado, destacaba en su piel de porcelana, apenas un flequillo negro atravesaba su frente, las mejillas rosadas estaban adornadas con unos adorables hoyuelos producto de la encantadora sonrisa que lucía en ese momento. Sin embargo, lo más resaltante en su apariencia eran dos cosas, los ojos de un azul grisáceo adornados con espesas pestañas y debajo de su ojo derecho un lunar negro. La pequeña recreaba claramente los rasgos exactos del hombre que tenía frente a ella. Con una mano temblorosa le paso la fotografía.

— Ningún otro tendrá mayor éxito de encontrar a Maribel, que su propio padre. Y tú Mark… — Lo miró entre lágrimas, detallando como este se quedaba lívido y en estado shock, entre tanto asimilaba la noticia y contemplaba con una mano temblorosa sujetaba la imagen de su hija,  Elizabeth se obligó a decir. — Eres su padre.



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