Prologo
Estación Central de Villa Hermosa, verano de 2003.
— ¡Elizabeth! No es posible que ella me este haciendo esto… ¡Detengan el maldito tren! —Mark Díaz empujó a cada persona en su camino hasta llegar al andén, listo para frenar con sus propias manos la maldita cosa si tuviera que hacerlo, ya la maquina comenzaba a tomar velocidad cuando miró una de las primeras cabinas mientras corría a lo largo del pasillo, entonces la vio allí, a través del cristal de la ventanilla—. ¿Por qué me dejas?— Le gritó a pesar de que sabía que no podía escucharlo. Ella le miró brevemente y apartó el rostro.
El tren finalmente se perdió en el espeso humo, así que Mark ya con la respiración serena y el corazón más herido que nunca, dio media vuelta y reemprendió su camino a casa vestido con aquel ridículo esmoquin. Elizabeth, la mujer con quien iba a casarse esa misma mañana acababa de largarse sin decirle una palabra, luego de jurar que lo amaba y que lo haría el hombre más feliz del mundo apenas unas semanas antes. Echando un vistazo al aparcamiento de la estación ubicó su coche y subió, se maldijo. ¡Estúpido. Jodido estúpido!. Se maldijo por haber confiado en una mujer, ya debía haberse imaginado que esto pasaría.
Ella no solo era hermosa e inteligente, su sencillez y dulzura lo habían hechizado en un principio aún más a sabiendas de que su arrogante padre estaba forrado de dinero le hizo creer que era distinta; pero su inocencia no era más que una mera actuación, nunca habría imaginado lo despiadada y fría que resultaría ahora, al saber cómo había jugado con él todo ese tiempo. Mark era un simple policía de pueblo, no tenía posibilidad. Solo fue el juguete temporal de una niña rica, nada más.
Con un suspiro arrancó el coche, y se dirigió al bar de Bob. La olvidaría, por Dios que lo haría. La mala noticia es que siempre algo queda para después. Y muy adentro sabía que ese algo que quedaría, sería imposible de desterrarlo de su alma. Él la amaba tanto, que su corazón estaba a punto de un paro cardiaco, nunca en su vida se había desprendido de su armadura de indiferencia hasta aquella desgraciada tarde en que una preciosa chica de enormes ojos verdes chocó contra él frente a la librería de Sally, y la volvió pedazos, dejándolo vulnerable y desnudo ante aquella irresistible sonrisa de hoyuelos. Nunca había deseado nada con tanta intensidad. A partir de entonces tuvo la batalla perdida frente al condenado enamoramiento que sobrevino luego de ese encuentro.
Conduciendo el coche en medio del trafico, recordó las palabras que su padre le dijo la mañana en que descubrió el abandono de su madre, cinco años atrás.
—La felicidad no está hecha para nosotros Mark, evita enamorarte hijo. Solo úsalas y déjalas, hazme caso y verás como tu alma permanece a salvo. No las ames. — La voz de su padre se quebró, su expresión, una de dolor físico, como si le matara lo que le decía. Y pocos meses después, murió tras una sobredosis accidental de medicamentos antidepresivos.
Sacudiendo la cabeza volvió al presente, no debería de sorprenderse, al final todo había resultado ser cierto. Él era ahora un hombre sin familia y de pocos amigos, un solitario. Siempre lo había sido. Pero también era un sobreviviente y Elizabeth solo era una herida más que curar, la herida ocasionada por el amor que se arrancaría a pedazos sin importar cuánto le doliera. Apretó la mandíbula y se detuvo a un lado de la calle, se quitó la chaqueta del absurdo traje y se puso sus lentes de sol para que nadie notara la rojez en su mirada azul. Por último, piso el acelerador y siguió su camino.
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